miércoles, 21 de diciembre de 2011

No veo


No veo. La lluvia, la tierra, la mierda de pájaro, mezcladas, revueltas, están impregnadas, asquerosamente desparramadas sobre el parabrisas de mi auto, de mi casa. La luz empeora las cosas, esos estúpidos conductores, con sus faros encendidos, que no me permiten ver las líneas de la avenida. Creo que me estrellaré, quiero estrellarme; no quiero morir. Me pregunto si existirán otras personas tan dañadas como yo. Soy vanidoso, considero que la insania es una virtud, y yo me elogio como el más insano. ¿Quién soy yo para otorgarme ese galardón? No veo, debería ver, debería detenerme. No quiero ver.

Mientras abandono mi oxidado auto, me pregunto cuando me volví tan amargado. Mientras más me acerco, mientras más me alejo de la avenida, me reclamo, me protesto con la amargura que cuestiono, por qué sigo con ella, por qué la engaño, por qué me engaño, por qué me engañó. Me reprocho, mientras más me acerco, por qué dejé de querer a mis padres. Más me acerco. Más preguntas, más lluvia, más quejas, más amargura, más mierda de pájaro. No veo. No me acerco.

Me detuve en seco, me pareció oír voces, no debe haber voces, no debe oír nadie, no debe ver nadie. Ahora dudo. La muerte es algo peligroso, no hay marcha atrás, está de más decirlo, pero yo estoy de más, así que lo diré igual: “no hay marcha atrás”. Me acerco, no veo, no me detengo.

Extrañar a una persona. Recordar cada detalle, cada gesto, cada mueca, cada defecto, cada olor. Llorar con su ausencia, celebrar con su regreso, regresar a la ausencia llorando; extrañar. Nadie me extrañará, porque no hay detalles por recordar, nunca hice muecas. No notarán que me fui, no sabrán que regresé. Ella no regresará. Me acerco. Ella hará notar su ausencia, como me hizo notar sus defectos, como quiso hacer notar los míos. No me detengo, no me detendré.

El óxido de mi auto está cada vez más lejos; su respiración, más cerca; su respiración, más lejos. La lluvia, la tierra, la mierda de pájaro, la sangre del cuello, mezcladas, revueltas, están impregnadas, asquerosamente desparramadas en mi rostro. La extraño. No veo. Me alejo.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Mudo

Amanecía, y él despertaba de su noche en vela.
No enconró motivos para dormir ayer.
Se enredó en las sábanas y sufrió con ellas,
las memorias que el día no lo dejó ver.
Emprendió el camino que lo acosaba a diario
y una vez más, solo se arrastró.
Ocultó su rostro y ensució sus manos
y sin motivo alguno, eso lo calmó.
Se sentía ausente y no le dio importancia.
Siempre supo que eso estaba mal.
La tinta solía atrapar sus ansias
y apartarlo aveces de la realidad.
Sus frases eran cada vez menos cuerdas
y a partir de ese día, nunca más habló.
No hubo preguntas, ni reclamos, ni quejas
y el sonido de su voz finalmente olvidó.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Diciembre

Debo confesar algo que ya muchos sospechan, pero que no todos conocen con certeza. En este momento, aquellos que siempre me odiaron, podrán regocijarse con mi miseria, y aquellos que fingieron amarme, podrán fingir, ahora, decepción y pena. Debo confesar que, hace unas cuantas horas, me enteré de la manera más fría que puedan imaginarse, el por qué de mi dificultad para conciliar el sueño de noche y el por qué de mis gritos de desesperación en la soledad de mi cuarto. Hoy, en la tarde de este 4 de enero, los labios agrietados de un arrogante hombre, vestido con una bata blanca, se convirtieron en el juez que dictó mi sentencia: “Micaela, eres esquizofrénica”.

 Las cosas se tornaron extrañas por los primeros días del último diciembre, cuando desperté exaltada en la madrugada, intentando liberarme de las sábanas enredadas en mi cuerpo, que me sujetaban firmemente impidiendo que salga corriendo de mi habitación. La oscuridad fue cómplice de mi sobresalto y, al no poder encender las luces, solo atiné a cerrar los ojos y gritar. El susto fue desapareciendo conforme me iba quedando sin aire. Aquella perturbadora experiencia se repitió en varias ocasiones ese mes. Poco a poco y sin darme cuenta, dejé de dormir como solía hacerlo y  fue el inicio de un insomnio persistente que me persigue hasta hoy.

“Los resultados no engañan, Micaela, esta enfermedad no tiene cura”. Ese maldito sádico, ese petulante hijo de puta, pareció disfrutar esta noticia. La crueldad con la que pronunció su veredicto final arrancó varias lágrimas de mis ojos y dejó un aire de melancolía en mí. No pienso perdonar semejante descaro, me hierve la sangre el tan solo pensar que él tiene razón, y que estaré condenada a padecer de este triste trastorno.

No solo las noches se enrarecieron este último diciembre, durante el día las cosas no eran mejores, mi mente parecía burlarse de mi desdicha nocturna, porque un sonido obstinado de susurros sin significado me agobiaba de rato en rato. Al principio, era algo irrelevante, jamás pensé que me estaba volviendo loca, porque quién se vuelve loca de la noche a la mañana a los 24 años de edad. Seguramente eran las pocas horas que utilizaba para dormir las que me estaban jugando una mala pasada. Además, qué importancia tenían algunas voces sin sentido, que ni siquiera articulaban una palabra y que aparecían solo de vez en cuando. Estaba segura de que era algo que le podía pasar a cualquiera que esté extenuado por tanto desvelo.

“Esta es una enfermedad peligrosa, mi recomendación es que te quedes internada unos meses, así evitaremos que te hagas daño a ti misma o alguien más”. Su rostro estaba serio, sus ojos me miraban fijamente y tenía el ceño ligeramente fruncido, pero yo sentía que llevaba una gran sonrisa por dentro, que detrás de esos ojos que intentaban proyectar el mayor profesionalismo había dos grandes símbolos de dólar. Sentía que yo era la oportunidad que él estaba buscando para ganar dinero y que poco o nada le interesaba mi condición.

Con el pasar de las semanas, mi intento por no darle importancia a los sucesos de este último diciembre fracasaron. Mi malestar era evidente y solo una noche de un largo y sostenido descanso podrían recuperarme, o por lo menos ese era mi plan. Decidí comprar pastillas para dormir y, sin reparos en alguna consecuencia negativa, ingerí tres de golpe. Recuerdo que eran las 6pm cuando caí sin oponer resistencia alguna sobre la cama, y recuerdo cómo mis ojos fueron doblegados por los efectos químicos de esos poderosos fármacos. Me sentí más que aliviada al saber que dormiría, tal vez, hasta la mañana del día siguiente. Creo que pasaron unas 11 horas, cuando desperté con una sensación de un placer indescriptible, un placer que se esfumó con celeridad. Ante mis ojos, y sobre mi cuerpo, el grito demencial de un hombre con los ojos llenos de furia y el rostro sucio y ensangrentado, acabó con mi cordura.

“Padecerás de constantes alucinaciones que a la larga te harán perder los estribos, es difícil manejar la esquizofrenia, las personas así, no llevan una vida normal, sobre todo si es que la enfermedad esta tan avanzada como la tuya”. Su tono de voz me pareció burlón, como si el hecho de que yo tuviera la enfermedad avanzada le causara placer, como si mi vida le valiera un carajo.

Debo confesar algo que ya muchos sospechan pero que no todos conocen con certeza. En este momento, aquellos que siempre me odiaron, podrán regocijarse con mi miseria, y aquellos que fingieron amarme, podrán fingir, ahora, decepción y pena. Debo confesar que, hace unas cuantas horas, me enteré de la manera más fría que puedan imaginarse, el por qué de mi dificultad para conciliar el sueño de noche y el por qué de mis gritos de desesperación en la soledad de mi cuarto. Hoy, en la tarde de este 4 de enero, los labios agrietados de un arrogante hombre, vestido con una bata roja, se convirtieron en el juez que dictó mi sentencia y yo me convertí en la jueza que lo condenó para siempre.

-Micaela eres esquizofrénica- me miró con arrogancia.

Tomé las tijeras que había en su escritorio e imaginé en su rostro a aquel hombre del grito demencial y la cara sucia y ensangrentada.

-Y tú, eres hombre muerto.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Exposición

La oscuridad enmarca la foto. Un fondo de papel lustre negro y platina dorada simulan una profunda mina abundante en oro. En el centro, el niño vestido de minero entona la  escena. Bajo un casco rojo, que se distingue con facilidad, se logra apreciar un rostro que alberga una mirada fija y unos labios apretados, en una especie de mueca que intenta reflejar inconscientemente algún estado de ánimo. Tal vez, el niño no quería estar ahí; tal vez, no quería vestirse de minero; tal vez, no quería tomarse una foto; tal vez, prefería estar en casa viendo televisión o jugando en el patio, que no era oscuro como esa mina en la que se encontraba atrapado.

Frente a él, una mesa con vasos plásticos encima, revela que todo se trata de una exposición. Los letreros, hechos a mano, parecen no encontrarse en el lugar que deben, probablemente porque el pequeño estuvo jugando con ellos, aburrido por encontrarse repitiendo, una y otra vez, el mismo discurso para cada visitante. Sus manos se sujetan una a otra, como si fuese una señal de nerviosismo o vergüenza. El  traje le queda grande, y puede ser que eso le incomode. Sabe que este momento quedará registrado y que  la foto la  pondrán en un álbum o en la mesa de centro de la sala, pero con tal de que todo termine y pueda irse a jugar, eso no tiene mayor importancia.    

lunes, 8 de noviembre de 2010

La espera

Me encuentro ante un silencio prolongado, algo incomodo e inquietante. Las olas se ven muy pequeñas desde aquí, pero su sonido lejano es lo único que me acompaña ahora. Los faros, de típico estilo miraflorino, empiezan a encenderse, lo que significa que ya no queda mucho tiempo, pronto tendremos que regresar a su casa. No quisiera tener que abandonar nunca esta ingeniosa mezcla entre cemento y pasto.

Mientras espero a que ella pronuncie alguna palabra, me pregunto quién habrá diseñado esa enorme escultura que se encuentra en el centro del parque. Quién le habrá dado vida a esos dos amantes, que con fervor y sin pudor olvidan que cientos de personas los observan besarse a diario; a esos dos amantes que fueron condenados al beso eterno y que se encuentran recostados por encima del agua vacilante.

Quisiera,  que por aunque sea algunos segundos, ella esté pensando lo mismo que yo, y que ese pensamiento la motive a darme ese beso que tan ansiosamente espero recibir. Quisiera poder regalarle las flores que, dibujadas en losetas, decoran los muros que nos separan del acantilado. Quisiera, que los árboles, qué seguramente han presenciado esta situación innumerables veces, me den algún consejo que me libere de esta desesperación.

En un movimiento sorpresivo, sus labios acorralan a los míos y acaban con mi intriga. Después de unos segundos, y sin decir nada aún, nos alejamos de las olas, de las flores en los muros, de los árboles y de los amantes impúdicos. Quisiera regresar a esta ingeniosa mezcla entre cemento y pasto.

viernes, 29 de octubre de 2010

Hoy, tal vez mañana también

-"Ya vengo, gorda".

Quiero cambiar de trabajo, pero no tengo otras habilidades, interesantes, que puedan resultar en un beneficio económico similar al que vengo obteniendo por aproximadamente 2 años y medio.

-"Bajo en la avenida".

Un carro no me vendría mal, he soportado la pestilente atmósfera del transporte público por años, he tolerado los empujones, las asfixias y los dolores de espalda. Pero, siendo realista, lo que gano en ese trabajo que no me gusta y que no puedo cambiar, no puede cambiar esto que no me gusta.

-"Media cajetilla de Pall Mall por favor".

Mi tos empeora con los años y mi risa se ahoga con mi saliva seca y amarillenta. Separarme de las profundas bocanadas de humo que auxilian mi ansiedad demente es una tarea tediosa. No tendré un distintivo cuando me pare en el puente peatonal a observar el tráfico que hace más estrechas las calles, no seré especial.

-"Bajo en la esquina".

Seguiré tolerando las deficiencias indignantes del transporte limeño, porque en las noches ya no tengo fuerzas para quejarme, porque tal vez en ese viejo vehículo de sonidos escabrosos he encontrado un refugio extrañamente alejado de la realidad, pero solo de noche. Solo de noche los fierros se convierten en espuma y la pestilencia en esencias adormecedoras, y duermo, y descanso, y caigo en furtivos recuerdos que agotan mi memoria y que no aparecen nunca de día.

-“Llegué, gorda”

A pesar de que odio usar ese apelativo, mis labios articulan esa palabra cada vez que me refiero a mi esposa. Mientras mi cuerpo va cayendo en el sofá de la sala, el día se repite en mi cabeza y mis neuronas me reclaman por el asesinato de sus hermanas a manos del cigarro. En esta habitación, iluminada por una lámpara de pocas palabras, ha terminado un día más de inexistencia. Cinco frases de incoherencia. ¿Qué pasará mañana?

lunes, 25 de octubre de 2010

Ira

Con el andar lento y pausado que lo había acompañado toda la semana, Felipe llegó a la puerta principal del edificio donde trabajaba. Eran las 7:50am y faltaban 10 minutos para que su turno en la oficina comenzara. “¡Estás despedido!”, fue lo primero que escuchó al ingresar al lugar que fue como su segundo hogar por 6 largos años. Observó durante breves segundos el rostro de su verdugo. Intentó pedir explicaciones, pero era muy tarde, tenía la hoz en el cuello, y le habían bajado el pulgar en señal de aprobación de una ejecución inesperada. Su salida de la empresa era irrevocable.

Felipe reanudó su andar lento y pausado, y emprendió su camino a casa, donde no lo esperaba nadie. Se sentía humillado. Ese grito seco hacía eco en su cabeza y lo enfurecía más con cada paso que daba. Cuando finalmente llegó a su departamento, casi vacío desde hace algunos días, encontró un sobre en el piso con su nombre. Se dispuso a abrirlo, sabiendo que, tal vez, su contenido alimentaría la ira que ya lo invadía. Y así fue, en el sobre se encontraba un papel que detallaba la fecha y el lugar donde se llevaría a cabo su divorcio. Un divorcio que no quería,  un divorcio forzado por el amor de su esposa a otro hombre, un divorcio que lo atormentó toda la semana, un divorcio traicionero. Los ojos estaban a punto de de abandonar su rostro, la tristeza y el miedo se convirtieron en odio, el odio se combinó con la ira y el resultado predecía un negro porvenir.

La mañana se volvió larga, pero la tarde fue eterna, parecía que el tiempo caminaba a paso de procesión. Tanta lentitud aceleraba los latidos de su corazón. No comió, ni bebió líquido alguno, no vio televisión, ni leyó ningún libro, se pasó repasando los últimos acontecimientos de su vida una y otra vez, siempre con la ira presente. La esposa infiel, el jefe maldito, el divorcio traicionero, la humillación, el grito seco y otra vez la esposa infiel. Eran casi las 10pm y, fatigado de tanto pensar, decidió dar un paseo para distraerse. Sus impulsos le jugaron una mala pasada y lo llevaron a una esquina cerca al edificio que ya no sería más su segundo hogar. Lo observó con odio. Cuando se preparaba a seguir su paso, se dio con la sorpresa de ver que su verdugo salió por la puerta principal, sonriendo y tarareando una alegre canción festiva. Dominado otra vez por sus impulsos, lo siguió.

La noche era más oscura que de  costumbre y las calles estaban mas vacías de lo normal. Pero Felipe no pensaba en estos factores, él solo quería explicaciones y, después de varias cuadras de asecho, encaró con determinación al hombre que lo despidió de su trabajo y de su dignidad. Se abalanzó sobre él, como un indigente lo haría sobre un plato de comida. Sus puños no dejaban de llover sobre el rostro de su jefe, y se tornaron cada vez más rojos. Gota tras gota, esta lluvia fue apagando su ira y desacelerando su corazón, y se dio cuenta de lo que había hecho. En un acto reflejo, tomó su arrepentida camisa y la usó para secar la sangre del rostro de su adversario. Pasó de ser el más feroz asesino a ser la más temerosa víctima. Se sentó asustado y comenzó a pensar en la esposa infiel, en el jefe maldito, en el divorcio traicionero, en la humillación, en el grito seco y otra vez en la esposa infiel, pero la ira no lo acompañó esta vez. El grito de las sirenas se hizo, poco a poco, más fuerte. Las voces de las personas alrededor, comentando lo sucedido, se mezclaban y confundían con el sonido del motor de los carros. La noche no era más oscura que de costumbre y las calles no estaban más vacías de lo normal. Un nuevo verdugo aparecería con una hoz, pero esta vez no para despedirlo de su trabajo, si no de su libertad.

Con el andar lento y pausado que lo había acompañado toda la semana, Felipe llegó a la puerta principal del edificio donde trabajaría, donde se convertiría en la esposa de alguien y donde su ira, por más que quisiera, no aparecería nunca, por lo menos no durante los próximos 15 años.