domingo, 28 de noviembre de 2010

Diciembre

Debo confesar algo que ya muchos sospechan, pero que no todos conocen con certeza. En este momento, aquellos que siempre me odiaron, podrán regocijarse con mi miseria, y aquellos que fingieron amarme, podrán fingir, ahora, decepción y pena. Debo confesar que, hace unas cuantas horas, me enteré de la manera más fría que puedan imaginarse, el por qué de mi dificultad para conciliar el sueño de noche y el por qué de mis gritos de desesperación en la soledad de mi cuarto. Hoy, en la tarde de este 4 de enero, los labios agrietados de un arrogante hombre, vestido con una bata blanca, se convirtieron en el juez que dictó mi sentencia: “Micaela, eres esquizofrénica”.

 Las cosas se tornaron extrañas por los primeros días del último diciembre, cuando desperté exaltada en la madrugada, intentando liberarme de las sábanas enredadas en mi cuerpo, que me sujetaban firmemente impidiendo que salga corriendo de mi habitación. La oscuridad fue cómplice de mi sobresalto y, al no poder encender las luces, solo atiné a cerrar los ojos y gritar. El susto fue desapareciendo conforme me iba quedando sin aire. Aquella perturbadora experiencia se repitió en varias ocasiones ese mes. Poco a poco y sin darme cuenta, dejé de dormir como solía hacerlo y  fue el inicio de un insomnio persistente que me persigue hasta hoy.

“Los resultados no engañan, Micaela, esta enfermedad no tiene cura”. Ese maldito sádico, ese petulante hijo de puta, pareció disfrutar esta noticia. La crueldad con la que pronunció su veredicto final arrancó varias lágrimas de mis ojos y dejó un aire de melancolía en mí. No pienso perdonar semejante descaro, me hierve la sangre el tan solo pensar que él tiene razón, y que estaré condenada a padecer de este triste trastorno.

No solo las noches se enrarecieron este último diciembre, durante el día las cosas no eran mejores, mi mente parecía burlarse de mi desdicha nocturna, porque un sonido obstinado de susurros sin significado me agobiaba de rato en rato. Al principio, era algo irrelevante, jamás pensé que me estaba volviendo loca, porque quién se vuelve loca de la noche a la mañana a los 24 años de edad. Seguramente eran las pocas horas que utilizaba para dormir las que me estaban jugando una mala pasada. Además, qué importancia tenían algunas voces sin sentido, que ni siquiera articulaban una palabra y que aparecían solo de vez en cuando. Estaba segura de que era algo que le podía pasar a cualquiera que esté extenuado por tanto desvelo.

“Esta es una enfermedad peligrosa, mi recomendación es que te quedes internada unos meses, así evitaremos que te hagas daño a ti misma o alguien más”. Su rostro estaba serio, sus ojos me miraban fijamente y tenía el ceño ligeramente fruncido, pero yo sentía que llevaba una gran sonrisa por dentro, que detrás de esos ojos que intentaban proyectar el mayor profesionalismo había dos grandes símbolos de dólar. Sentía que yo era la oportunidad que él estaba buscando para ganar dinero y que poco o nada le interesaba mi condición.

Con el pasar de las semanas, mi intento por no darle importancia a los sucesos de este último diciembre fracasaron. Mi malestar era evidente y solo una noche de un largo y sostenido descanso podrían recuperarme, o por lo menos ese era mi plan. Decidí comprar pastillas para dormir y, sin reparos en alguna consecuencia negativa, ingerí tres de golpe. Recuerdo que eran las 6pm cuando caí sin oponer resistencia alguna sobre la cama, y recuerdo cómo mis ojos fueron doblegados por los efectos químicos de esos poderosos fármacos. Me sentí más que aliviada al saber que dormiría, tal vez, hasta la mañana del día siguiente. Creo que pasaron unas 11 horas, cuando desperté con una sensación de un placer indescriptible, un placer que se esfumó con celeridad. Ante mis ojos, y sobre mi cuerpo, el grito demencial de un hombre con los ojos llenos de furia y el rostro sucio y ensangrentado, acabó con mi cordura.

“Padecerás de constantes alucinaciones que a la larga te harán perder los estribos, es difícil manejar la esquizofrenia, las personas así, no llevan una vida normal, sobre todo si es que la enfermedad esta tan avanzada como la tuya”. Su tono de voz me pareció burlón, como si el hecho de que yo tuviera la enfermedad avanzada le causara placer, como si mi vida le valiera un carajo.

Debo confesar algo que ya muchos sospechan pero que no todos conocen con certeza. En este momento, aquellos que siempre me odiaron, podrán regocijarse con mi miseria, y aquellos que fingieron amarme, podrán fingir, ahora, decepción y pena. Debo confesar que, hace unas cuantas horas, me enteré de la manera más fría que puedan imaginarse, el por qué de mi dificultad para conciliar el sueño de noche y el por qué de mis gritos de desesperación en la soledad de mi cuarto. Hoy, en la tarde de este 4 de enero, los labios agrietados de un arrogante hombre, vestido con una bata roja, se convirtieron en el juez que dictó mi sentencia y yo me convertí en la jueza que lo condenó para siempre.

-Micaela eres esquizofrénica- me miró con arrogancia.

Tomé las tijeras que había en su escritorio e imaginé en su rostro a aquel hombre del grito demencial y la cara sucia y ensangrentada.

-Y tú, eres hombre muerto.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Exposición

La oscuridad enmarca la foto. Un fondo de papel lustre negro y platina dorada simulan una profunda mina abundante en oro. En el centro, el niño vestido de minero entona la  escena. Bajo un casco rojo, que se distingue con facilidad, se logra apreciar un rostro que alberga una mirada fija y unos labios apretados, en una especie de mueca que intenta reflejar inconscientemente algún estado de ánimo. Tal vez, el niño no quería estar ahí; tal vez, no quería vestirse de minero; tal vez, no quería tomarse una foto; tal vez, prefería estar en casa viendo televisión o jugando en el patio, que no era oscuro como esa mina en la que se encontraba atrapado.

Frente a él, una mesa con vasos plásticos encima, revela que todo se trata de una exposición. Los letreros, hechos a mano, parecen no encontrarse en el lugar que deben, probablemente porque el pequeño estuvo jugando con ellos, aburrido por encontrarse repitiendo, una y otra vez, el mismo discurso para cada visitante. Sus manos se sujetan una a otra, como si fuese una señal de nerviosismo o vergüenza. El  traje le queda grande, y puede ser que eso le incomode. Sabe que este momento quedará registrado y que  la foto la  pondrán en un álbum o en la mesa de centro de la sala, pero con tal de que todo termine y pueda irse a jugar, eso no tiene mayor importancia.    

lunes, 8 de noviembre de 2010

La espera

Me encuentro ante un silencio prolongado, algo incomodo e inquietante. Las olas se ven muy pequeñas desde aquí, pero su sonido lejano es lo único que me acompaña ahora. Los faros, de típico estilo miraflorino, empiezan a encenderse, lo que significa que ya no queda mucho tiempo, pronto tendremos que regresar a su casa. No quisiera tener que abandonar nunca esta ingeniosa mezcla entre cemento y pasto.

Mientras espero a que ella pronuncie alguna palabra, me pregunto quién habrá diseñado esa enorme escultura que se encuentra en el centro del parque. Quién le habrá dado vida a esos dos amantes, que con fervor y sin pudor olvidan que cientos de personas los observan besarse a diario; a esos dos amantes que fueron condenados al beso eterno y que se encuentran recostados por encima del agua vacilante.

Quisiera,  que por aunque sea algunos segundos, ella esté pensando lo mismo que yo, y que ese pensamiento la motive a darme ese beso que tan ansiosamente espero recibir. Quisiera poder regalarle las flores que, dibujadas en losetas, decoran los muros que nos separan del acantilado. Quisiera, que los árboles, qué seguramente han presenciado esta situación innumerables veces, me den algún consejo que me libere de esta desesperación.

En un movimiento sorpresivo, sus labios acorralan a los míos y acaban con mi intriga. Después de unos segundos, y sin decir nada aún, nos alejamos de las olas, de las flores en los muros, de los árboles y de los amantes impúdicos. Quisiera regresar a esta ingeniosa mezcla entre cemento y pasto.